La mitad más uno
de los peruanos, como si fueran de la "U" o Alianza, vio todos los sabados
por la tarde, durante treinta años, a Augusto Ferrando. La mitad menos uno
restante tenía una vaga idea de quién era este personaje de la televisión
que basó su éxito en un híbrido, que no era necesariamente cómico, ni
contador de chistes, ni cantante ni bailarín. Ni siquiera era como el
gordo Cassaretto o Miguelito Barraza, que para hacer reír se vuelven
afeminados o maleros de barrio a través de morisquetas.
Augusto Ferrando tenía una
cara criolla de Fernandel; en un momento fue gordo, después flaco, usaba
una descolorida camiseta con motivos hawaianos, en el fondo tenía un aire
gastado, triste, que convertía esos sábados en decadentes, popularmente
contradictorios, porque lo popular tiene su vitalidad, sus hembritas con
sayonara, bien lavadas con jabón y champú, todito el pelo mojado, la risa
fácil, su vestido suelto sostenido con las justas con unas pititas en los
hombros. Rara vez se vio ese tipo de mujer natural, risueña y del pueblo
en los programas de Ferrando. Por lo general había una miserable orquesta
acompañando la voz temblorosa de un muchacho que no se tenía nadita de
confianza y esperaba que se desencadenara fiero el cargamontón de burlas.
Ferrando basó su éxito en la capacidad peruana de burlarse unos de otros,
de buscar el punto, en la variante de la sorna y la puya.
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Cuando tropezaba con
los programas de Ferrando (no había cable ni zapping, había sólo
cinco canales), siempre tuve la sensación de vivir una terrible resaca. La
tarde de los sábados transcurría lentísima, la voz de Ferrando sonaba como
un martillo en la sien con su clásico "un comercial y regreeeso",
acompañado de la Gringa Inga, Carbajal y Tribilín. Ese trío era de
polendas. Una gringa en el paraiso prohibido de Milton o en las Indias de
Arguedas, con su dejo chiclet y dispuesta a que trafeen los vivazos
criollos; o un Tribilín que asumía resignado su papel de pobre Cuto,
porque sólo piensa hasta las doce. Puyas van y puyas vienen, como para ver
si se te pasa la resaca y despiertas y te ríes un rato o lloras a
borbotones con las miserias de la vida, en ese show tan pobre como
la patria, porque nunca ví un set más raleado que el de Ferrando. No hablo
de pobreza de valores, del espíritu, hablo de pobreza material: una mancha
aplaudiendo la voz temblorosa de unos muchachos que se enfrentaban a la
voz cachacienta de Ferrando. Por supuesto que el público estaba allí
porque esperaba ansioso su regalo, y al más puro estilo populista de los
panetones del general Artola, exclusivamente recordado por su capacidad de
subir a un helicóptero del ejército y arrojarle panetones al pueblo,
Ferrando se la pasaba regala que te regala. Qué se puede decir... Lo
que le gusta a la gente... Lo que la gente necesita. Los goles de
Cubillas, los regalos de Ferrando, porque no nos ganan, lo digo con
lágrimas en los ojos... En esas tardes desoladas todavía no se
acostumbraba regalar computadoras.
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Pertenezco al 49 por ciento
de los peruanos que tiene una vaga idea de Ferrando, o sea, manyas,
loco, lo trampolín a la fama, en el Perú suena a bamba. Dicen que con
esa orquestita sacó a varias estrellas, no me consta y el tiempo ha
transcurrido, pero, sin duda, el talento de Ferrando consistió en durar 30
años (no hay mal que dure ni cuerpo que lo resista) con un programa de por
lo menos tres horas de duración.
No sé, alguien, un psicólogo, un filósofo, un lingüista, esos seres raros
en el Perú, debería analizar las consecuencias mentales de tantos años
viendo el programa Trampolín a la Fama. De repente nos hizo un gran bien,
de repente nos colocó en nuestro sitio, quizá fue capaz de hacernos pasar
los sábados entretenidos, un país entero, no lo debemos olvidar, el Perú
entero estuvo en manos de Ferrando.
Un malvado me dijo hace
poco que "Ferrando sacó a la luz de la televisión el Sudán que todos
llevamos dentro", esa porción de miseria, de pobreza material, de
limitación, de vergonzosa escasez, de sequía puneña, de pueblo joven
achicharrado sin ducha en la Tablada de Lurín. Su talento, sin duda, fue
hacer de todo ello un gran entretenimiento, el bacilón nuestro de todos
los sábados, el merecumbé de la vida. Claro, Ferrando nunca dejó de lado
su actitud paternal hacia el esfuerzo de los pobres, siempre fue más alto
que ellos, con su abrazadita final, con su sonrisa a la teleaudiencia, con
su camisa ya fuera de la cintura, a mitad de camino entre la Peña y Miami,
donde dijo que radicaría si Vargas Llosa no salía electo presidente. Hay
programas que duran 30 años. Algunos cuerpos los resisten, otros se cansan,
bostezan, duermen. Saque su cuenta y cierre el capítulo. La vida es así,
continúa. O cambie de canal.
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Abelardo Sánchez León
(Publicado en la revista Somos. Videos cortesía de PANTEL).
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